Me
preguntó con la cara radiante de satisfacción si me hacía una idea
de lo que significaba para ella estar libre de corregir cuadernos y
exámenes; libre de preparar clases hasta las doce o la una de la
noche para alumnos desganados; libre de aguantar la incompetencia del
director, las malas pulgas del bedel, las intrigas de algunos
compañeros; libre de reuniones tediosas y, por supuesto, inútiles,
fuera de las horas lectivas; libre de encuentros con los padres de
los alumnos, convencidos de que la solución a todos los problemas de
la humanidad pasa por acortarles las vacaciones a los profesores;
libre de llamadas telefónicas a horas intempestivas o durante los
fines de semana, para contestar a preguntas del tipo: “¿Le
importaría que mi hija no aprenda de memoria para el lunes el poema
de Schiller o que aprenda sólo la primera estrofa? Es que, sabe
usted, la psicóloga que la atiende opina que, por la pubertad y esas
cosas, el exceso de deberes está influyendo negativamente en su
desarrollo”; libre de excursiones en las que los alumnos empiezan a
emborracharse antes de subir al autobús que ha de llevarlos a su
destino, mientras esperan a los dos o tres o cuatro o cinco que
acuden con retraso a la cita; libre de que suene un teléfono móvil
y luego otro en el transcurso de la clase; libre de las provocaciones
de Christian, de las payasadas continuas de Jens, de las miradas
hostiles de Lukas, buenos chicos en el fondo, pero que perdieron la
orientación en la vida a raíz del divorcio de sus padres; libre, en
fin, de los desplantes de Johanna, a la que, como es hija de la
subdirectora, no se le puede regañar sino con tanto tacto y
diplomacia que no parece sino que está recibiendo elogios por su mal
comportamiento.
Viaje
con Clara por Alemania, Maxi Tusquets, pág 14