Cuando
vi a mis alumnas alrededor de la mesa empecé a sentirme más
tranquila. No cabía duda de que eran unas crías. La evidencia,
ridícula y conmovedora al mismo tiempo, de aquellas niñas en plena
pubertad sirvió para reivindicarlas de inmediato y me invadió una
simpatía hacía ellas que casi me emociona. Peyton
Berg, varios centímetros más alta que yo, muy delgada y sin apenas
busto, cambiaba la postura de sus brazos y piernas constantemente,
como si no supiera qué hacer con aquellos miembros que no parecían
suyos. Jessica Lorquat era diminuta, pero tenía cuerpo de mujer.
Estaba rodeada por una falsa aureola de femineidad que se
manifestaba, sobre todo, en su forma afectada de hablar con una
vocecilla de niña pequeña. Ashley Larsen tenía una melena castaña,
lacia y brillante, ojos ligeramente saltones y andaba y se sentaba
con el típico aire de seguridad que acompaña a la aparición de una
nueva zona erógena: muy estirada y sacando pecho para exhibir su
cuerpo en flor. Emma Hartley se escondía detrás de un velo de
cabello rubio, sonriendo con timidez. Nikki Borud y Joan Kavacek,
ambas rellenitas y ruidosas, parecían funcionar al unísono, como si
fueran una sola persona risueña y amanerada. Alice Wright, de
dientes grandes y cubiertos por aparatos de ortodoncia, estaba
leyendo cuando entré y continuó haciéndolo con toda tranquilidad
hasta que comenzó la clase. Cuando cerró el libro vi que era Jane
Eyre y durante un instante sentí envidia, la envidia de los primeros
descubrimientos
El
verano sin hombres, Anagrama, pág 32
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