viernes, 11 de noviembre de 2016

EL VERANO SIN HOMBRES, SIRI HUSTVEDT

Cuando vi a mis alumnas alrededor de la mesa empecé a sentirme más tranquila. No cabía duda de que eran unas crías. La evidencia, ridícula y conmovedora al mismo tiempo, de aquellas niñas en plena pubertad sirvió para reivindicarlas de inmediato y me invadió una simpatía hacía ellas que casi me emociona. Peyton Berg, varios centímetros más alta que yo, muy delgada y sin apenas busto, cambiaba la postura de sus brazos y piernas constantemente, como si no supiera qué hacer con aquellos miembros que no parecían suyos. Jessica Lorquat era diminuta, pero tenía cuerpo de mujer. Estaba rodeada por una falsa aureola de femineidad que se manifestaba, sobre todo, en su forma afectada de hablar con una vocecilla de niña pequeña. Ashley Larsen tenía una melena castaña, lacia y brillante, ojos ligeramente saltones y andaba y se sentaba con el típico aire de seguridad que acompaña a la aparición de una nueva zona erógena: muy estirada y sacando pecho para exhibir su cuerpo en flor. Emma Hartley se escondía detrás de un velo de cabello rubio, sonriendo con timidez. Nikki Borud y Joan Kavacek, ambas rellenitas y ruidosas, parecían funcionar al unísono, como si fueran una sola persona risueña y amanerada. Alice Wright, de dientes grandes y cubiertos por aparatos de ortodoncia, estaba leyendo cuando entré y continuó haciéndolo con toda tranquilidad hasta que comenzó la clase. Cuando cerró el libro vi que era Jane Eyre y durante un instante sentí envidia, la envidia de los primeros descubrimientos



El verano sin hombres, Anagrama, pág 32

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