Os
contaré, por contraste, el tipo de cosas que aprendí en la escuela.
Tenía un profesor en el Luitpold Gymnasium. Cuando entraba en la
clase, nos poníamos de pie, y cuando se sujetaba las solapas de su
toga y asentía con la cabeza, nos sentábamos. Eso era bastante
normal. Siempre consideré que la disciplina era su manera de imponer
rigor intelectual y de que no decayera nuestra atención a la hora de
recibir ideas. Y por ese motivo, en esa ridícula escuela no
caminábamos sino que marchábamos y nos levantábamos y nos
sentábamos al unísono y salmodiábamos las declinaciones en latín
como si fueran juramentos tribales. En mi opinión era algo
totalmente insultante, quizá incluso mortífero. Después de uno o
dos trimestres, esos chicos perdían toda su chispa mental, les
arrancaban la curiosidad a golpes, eliminaban su personalidad; en los
recreos yo me sentaba con la espalda apoyada en el muro de la
escuela y los observaba correr de un lado a otro o luchar o jugar al
fútbol, pero fuera cuál fuera el juego, lo que intentaban sin lugar
a dudas era matarse los unos a los otros. En su temeridad, con las
chaquetas de sus uniformes apiladas a un lado para que no sufrieran
daño, asomaba la furia de su ser, que ardía lentamente, dispersa
sin remedio entre sus camaradas. Yo veía todo eso y me mantenía
apartado, hacía mis deberes, que me exigían muy poco, y no ponía a
prueba las posibles ambigüedades de una posible amistad con ninguno
de ellos, pues en mi opinión todo era destrucción, y todo por culpa
de ese principio germánico-claramente erróneo-de la educación por
medio de la tiranía. Yo me sentaba en clase y dejaba divagar mi
mente. El hermano de mi madre, Casar, me había regalado un libro
sobre la geometría euclídea. Me lo leí como si fuera una novela.
Para mí fue un libro excitante, de interés periodístico. Y una
mañana, sin darme cuenta, estaba sonriendo al recordar el
maravilloso teorema de Pitágoras, y al momento el profesor estaba
delante de mí y golpeaba mi pupitre con su puntero para reclamar mi
atención. Cuando acabó la clase, en el momento en que salía en
compañía de los demás, me llamó para que me quedara. Me miró
desde lo alto de su tarima. Tenía la cara redonda, roja y lustrosa,
y me recordaba una manzana acaramelada. Parecía que, si se le
mordiese la cara, aquella superficie dura y glaseada fuera a
grietarse hasta la pulpa. Eres una mala influencia en mi clase,
Albert, dijo. Voy a hacer que te manden a otra. No lo entendí. Le
pregunté qué había hecho de malo. Te estás sentado allí atrás
sonriendo y soñando despierto, dijo. Si todos y cada uno de los
alumnos no me prestasen atención, ¿cómo podría mantener mi amor
propio? Con ese comentario aprendí en un instante el secreto de todo
despotismo
La
ciudad de Dios,Muchnik
Editores , pág 57