En una ocasión preguntó a Dike
qué había hecho en el colegio antes del verano, y el contestó: “Círculos”. Los
niños se sentaban en el suelo en círculo y compartían sus cosas preferidas.
Ella se horrorizó
-
¿Sabes hacer divisiones?
Dike la miró con cara de
extrañeza-
-
Aún estoy en primero, prima
-
Yo a tu edad ya sabía hacer divisiones sencillas
Arraigó en su cabeza la
convicción de que los niños estadounidenses no aprendían nada en primaria, y se
afianzó más aún cuando él le contó que
su maestra a veces repartía vales, si un niño recibía un vale de deberes, podía
saltarse los deberes un día. Círculos, vales de deberes, ¿cuál sería la
siguiente estupidez? Comenzó, pues, a enseñarle matemáticas; ella lo llamaba
“mates” y él “mate”, así que acordaron no abreviar la palabra. Años después
ella no podría acordarse de ese verano sin pensar en las divisiones largas, en
Dike, confuso, con la frente arrugada, sentados uno al lado del otro a la mesa
del comedor, en la volubilidad de ella, que pasaba de sobornarlo a gritarle.
Vale, inténtalo una vez más y podrás tomarte un helado. No irás a jugar hasta
que te salga bien. Más adelante, cuando él era mayor, contaba que tenía
facilidad para las matemáticas gracias a ese verano de penitencia. “Querrás
decir verano de ciencia”, replicaba ella en lo que se convirtió una broma
familiar a la que, como la comida casera, recurrían de vez en cuando
Americanah, Mondadori Adiche, pág 150