Sin
embargo, el fútbol había adquirido un nuevo significado en relación
con mi carrera profesional. Se me había ocurrido la brillante idea
—y creo que se les ocurre a todos los jóvenes profesores de mi
cuerda— de que mis grandes aficiones (el fútbol y la música pop
en concreto) serían de gran ayuda a la hora de conectar con mis
alumnos. Pensé que podría «identificarme» con «los chavales»
porque entendía muy bien el valor que para ellos tenían los Jam o
el propio Laurie Cunningham. No se me pasó por la cabeza que en el
fondo yo era tan pueril como mis aficiones, y que si bien, sin duda,
dispuse de una especie de conexión más o menos privilegiada, eso no
me iba a servir para ser mejor profesor. A decir verdad, el principal
problema —a saber, que en los días más complicados terminaba
armándose en el aula un alboroto del demonio— resultó exacerbarse
cuando hice gala de mi adscripción a un bando determinado. «Soy
hincha del Arsenal», dije con mi mejor talante de profesor majo y
enrollado el día en que tuve que presentarme ante un grupo
especialmente difícil de alumnos de segundo. «¡Buuuu!», me
contestaron ruidosamente, sin cortarse ni un pelo.
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