Había aprendido muchas cosas, podía calcular el volumen en litros de un vaso cilíndrico de 6 cm de diámetro interior y 8 cm de altura; sabía atarme con doble nudo los cordones de los zapatos, tal y como me había enseñado Pardeza; era capaz de nombrar los afluentes del Guadiana (el Cigüela, el Záncara, el Jabalón y el Zújar); jugaba bien al churro, media manga, mangotero; hacía redondilla con las chapas rojas de Cinzano y era bastante bueno en fútbol; sabía las capitales de provincia y en qué época de la prehistoria se inventó la rueda; y en el caso de encontrar a un ganadero que tuviera pienso suficiente para alimentar a 220 terneras durante 45 días, no me resultaría muy difícil indicarle a dicho ganadero cuántos días podría alimentar con la misma cantidad de pienso a 450 terneras (si es que tanto interés tenía en saberlo como nos hacía creer el libro de matemáticas); había dado en ciencias la fecundación entre óvulos y espermatozoides (aunque no llegué a entender qué relación tenían esos microbios con los chochos y las pichas) y sabía a cuántos milibares equivale una atmósfera.
Para morir iguales, Tusquets, pág 66
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