He llegado tarde a la escuela. Media hora de retraso. Mis alumnos están excitados. Veo en sus caras que daban por seguro que el ‘pobre’ maestros se hubiera enfermado. Ese asueto malogrado redoblará la hostilidad que me procesan. Paquito se ríe en mis barbas y Juanito me hace muecas. Trato de calmar estas pequeñas venganzas infantiles con la promesa de un cuento al final de la clase, pero estos niños modernos deciden en su interior que comportarse bien no valdrá la pena, pues de cualquier manera les contaré el cuento. He aquí que no yo, sino ellos, ponen condiciones. Si me porto bien, es decir, si dejo que se indisciplinen, si no les hago preguntas ‘difíciles’ y si hasta me dejo insultar, amén del relato de una hermosa historia (por supuesto, una historia de gángsters) en posible que en la próxima clase excluyan de su programa de atropellos las bolitas de papel que a diario llueven sobre mi mesa. No me lo dicen con palabras, pero está escrito en sus caras y como yo tengo que contestar con la mía, compongo una que es la suma de todas las humillaciones
Pequeñas maniobras, Alfaguara, pág 127