En la séptima planta del edificio Stegner Memorial, en un aula insuficientemente caldeada, Howard estaba acabando de desembalar un proyector. Había deslizado una mano a cada lado del aparato y, apoyando el mentón en la carcasa para equilibrarla, sacó de la caja el feo artilugio. Él siempre pedía ese proyector para la sesión de la presentación del curso. Era todo un ritual, como el de sacar las luces del árbol de Navidad. Igual de casero, y de melancólico. ¿Qué nuevo fallo le impediría encenderse este año? Howard destapó cuidadosamente la caja de luz y puso la archiconocida portada (hacía seis años que daba esta misma serie de lecciones) “Construyendo lo humano: 1600-1700” boca abajo en el cristal. Levantó la hoja, limpió el polvo acumulado y volvió a colocarla. El proyector era gris y naranja- los colores del futuro- y, como toda la tecnología obsoleta, despertaba en Howard una simpatía natural. Tampoco él era ya moderno.
- Te hace falta un pah-point- dijo Smith J. Miller, de pie en el umbral de la puerta, calentándose las manos en el tazón de café y observando ávidamente la llegada de los estudiantes.- Es el mejor sistema para pasar diapositivas