Había
en Repton unos 30 maestros o más, y la mayoría eran
extraordinariamente tediosos y totalmente incoloros y no tenían el
menor interés por los alumnos. Pero Corkers, un solterón
excéntrico, no era ni tedioso ni desaborido. Corkers era un
seductor, un hombrón desmañado de mejillas colgantes como las de un
sabueso y vestimenta sucia, desaliñada. Llevaba pantalones de
franela sin planchar y chaqueta parda de mezclilla llena de remiendos
y con migas en las solapas. Estaba allí para enseñarnos
matemáticas, pero en realidad no nos enseñaba nada y tal era
deliberadamente su método. Sus lecciones consistían en una serie
interminable de pasatiempos inventados por él, de tal modo que no
hubiera nunca ocasión de mencionar las matemáticas. Entraba con su
andar pesado en el aula, se sentaba detrás de su escritorio y miraba
desafiante a la clase. Nosotros aguardábamos con expectación,
preguntándonos intrigados por dónde iría a salir.
—Vamos
a echar un vistazo al crucigrama del Times de hoy —decía,
sacándose del bolsillo de la chaqueta un periódico todo arrugado—.
Será mucho más divertido que andar enredando con los números.
Detesto los números. Los números son probablemente lo más funesto
que hay en el mundo.
—¿Entonces
por qué enseña usted matemáticas, señor? —le preguntaba alguno
de nosotros.
—Es
que no las enseño —respondía él, sonriendo taimadamente—.
«Simulo» enseñarlas, nada más.
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