Había aprendido a no hacer caso al pavor frío, visceral, que me producía la escuela. Era un malestar que no podía atenuarse, como un picor en un miembro amputado
Decía Juan de Mairena en sus momentos de mal humor: «Un pedagogo hubo: se llamaba Herodes».
Había aprendido a no hacer caso al pavor frío, visceral, que me producía la escuela. Era un malestar que no podía atenuarse, como un picor en un miembro amputado
Ningún profesor había preguntado algo así antes; algunos estudiantes se revolvieron en las sillas, nerviosos y complacidos, y otros permanecieron inmóviles planteándose la pregunta. Tras la ventana, el cielo de invierno parecía lejano, remoto. El aula era ahora un sitio importante, y un acontecimiento trascendental tenía lugar sobre los suelos encerados; el olor a tiza y a cuerpos sudorosos insinuaba emociones, promesas
Escribíamos mil veces en el cuaderno de casitgos: Debo ser obediente con mis pdres y con mis maestros