Mi madre se había preparado para
ser maestra. Cuando conoció a mi padre ya había terminado los estudios de
Magisterio y estuvo enseñando durante unos años antes de casarse. Era una
educadora de primera categoría. Sus sorprendentes asociaciones de ideas, su
magnífico sentido del humor, el frescor de su alma, su infantilismo casi
genial, que logró conservar durante toda la vida, despertaban simpatía y
confianza en sus hijos. Nosotros sentíamos que nuestra madre no era uno de esos
adultos que ‘se sientan a jugar con los niños’, sino que jugaba de verdad, se
emocionaba igual que nosotros y en realidad nunca se retiraba del todo de la
habitación de los niños…
Confesiones de un burgués, Salamandra, pág 153
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