La
única persona que parecía darse cuenta de mi existencia en la
escuela era el profesor. Alto, viejo, un poco encorvado, de cara
sonrosada, con una barba de chivo. Le cogí cariño desde el primer
día, porque me sonrió cuando fui a buscar una pluma que se me había
caído cerca de su silla. Mi amor por él estaba impregnado de miedo.
A veces montaba en cólera, gritaba porque había ruido en la clase,
golpeaba la mesa con los puños, temblaba el tintero. Sin embargo, me
daba la impresión de que ese miedo no provenía de su ira sino de
algo distinto, no sabía de qué. Él era el amo de aquellos lugares,
suya era la pizarra, suya la tiza, suyo el mapa físico de Italia que
tenía a su espalda; aquellos objetos infectaban su persona y su
persona los infectaba; el terro se esparcía desde su pañuelo de
suave algodón, desde su barba de chivo.
Ensayos
(Los bigotes blancos), Lumen, pág 175
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