Aún acudía por las mañanas algún
profesor que, conservando su amor por la enseñanza, había perdido la memoria
para llevarla a cabo y trataba- en compañía de tres o cuatro alumnos
envejecidos, entristecidos y empujados a la bebida- de resolver un enigma de la
física que (en los años de prosperidad, en el primer cuarto de siglo) habría
servido a lo más como prueba de suficiencia de un examen trimestral pero que
para aquel entonces suponía el límite de la ciencia y el umbral de la esperanza
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