Recuerdo
también las clases de Filosofía, en las que el profesor nos
explicaba con una media sonrisa compasiva, la doctrina del pobre
Kant, por ejemplo, que se había equivocado tan lastimosamente en sus
razonamientos metafísicos. Nosotros tomábamos notas apresuradas.
“¡Mantecón!¡Refúteme a Kant!”. Si Mantecón llevaba la
lección bien aprendida, la refutación duraba menos de dos minutos
Mi
último suspiro, Plaza&Janes, pág 34
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