Cuando
yo iba al colegio nos habían dicho que siempre que lleváramos el
uniforme teníamos que comportarnos de tal modo que causara una buena
impresión del centro. Así que nada de comer o beber en la calle; y
que le darían una zurra al que pillaran fumando. Tampoco se permitía
confraternizar con el sexo opuesto: el colegio de chicas vinculado
con el nuestro y situado en las cercanías dejaba salir a las alumnas
quince minutos antes de liberar a los chicos, y a ellas les daba
tiempo de ponerse bien a salvo de sus homólogos varoniles,
predatorios y priápicos.
El
sentido de un final, Anagrama, pág 166
Me ha recordado la lectura de "El reloj de Hitler" de Miquel Dalmau. Se lo hubiera asignado.
ResponderEliminarPues tomo nota de ese libro yo también, Aránzazu
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