En general, la señora Convoy
parecía una profesora infeliz. En su presencia uno tenía la impresión de estar
a punto de embarcarse en una aburrida disertación sobre algún asunto edificante
que ella se encargaría de impartir de la manera más punitiva posible. La
impresión procedía, en parte, de su jersey de cuello alto, de color carne,
severamente metido por debajo de los pantalones y muy ceñido en los pechos
separados; en parte del pelo canoso, muy corto, y en parte del vello facial,
muy claro, que en el cuello y en las mejillas se le ponía de punta, como si
quisiera atraer un globo
Levantarse otra vez a una hora decente, Alianza editorial, página 32
…el profesor de Science ha decidido que los niños
trabajen por proyectos, cosa muy moderna, muy pedagógica y con la que Isabel
está muy de acuerdo, pero como ese profesor es una isla en un sistema educativo
industrial, no hay costumbre
y los niños no saben dónde encontrar la información ni cómo discriminarla así
que, dale, también hay que sacar tiempo para un trabajo sobre los volcanes y
hay que hacerlo de tal modo que parezca que lo ha hecho el niño solo
De modo que seguimos en la vida como en el patio del colegio,
con la diferencia de que en el colegio el tiempo dedicado al recreo y al roce
con los demás era proporcionalmente pequeño en comparación con el que pasábamos
trabajando. En la vida es al revés, la gente quiere pasar cada vez menos tiempo
trabajando y más tiempo en el recreo, con lo cual los roces, disputas,
malentendidos y demás se multiplican por cien
Nos recostábamos en el piso del
estudio y abríamos al azar una caja llena de libros y él leía cualquier cosa en
voz alta, con esa voz tan bonita que tenía Clay, su voz de profesor
universitario
Un día, en clase, un chico llamado William empezó a escribir
la respuesta incorrecta en la pizarra y la profesora movió los brazos, mientras
decía: “Aviso, Will. Peligro, peligro”. Empleó una voz mecánica y carente de emociones,
y todos nos reímos conscientes de que imitaba al robot que aparecía en una
serie semanal sobre una familia que vivía en el espacio exterior
He llegado
tarde a la escuela. Media hora de retraso. Mis alumnos están excitados. Veo en
sus caras que daban por seguro que el ‘pobre’ maestros se hubiera enfermado.
Ese asueto malogrado redoblará la hostilidad que me procesan. Paquito se ríe en
mis barbas y Juanito me hace muecas. Trato de calmar estas pequeñas venganzas
infantiles con la promesa de un cuento al final de la clase, pero estos niños
modernos deciden en su interior que comportarse bien no valdrá la pena, pues de
cualquier manera les contaré el cuento. He aquí que no yo, sino ellos, ponen
condiciones. Si me porto bien, es decir, si dejo que se indisciplinen, si no
les hago preguntas ‘difíciles’ y si hasta me dejo insultar, amén del relato de
una hermosa historia (por supuesto, una historia de gángsters) en posible que
en la próxima clase excluyan de su programa de atropellos las bolitas de papel
que a diario llueven sobre mi mesa. No me lo dicen con palabras, pero está
escrito en sus caras y como yo tengo que contestar con la mía, compongo una que
es la suma de todas las humillaciones
Era
famoso por mi mal genio (como si los demás no lo tuvieran). Un mal genio
desatado por la 'tarta gitana'. Viéndolo ahora con perspectiva, la verdad es
que el sistema educativo británico durante aquellos años de posguerra no
contaba con muchos medios: el profesor de educación física venía de entrenar a
comandos y no veía por qué no iba a tratarnos exactamente igual que a ellos
aunque tuviéramos cinco o seis años. Muchos profesores acababan de licenciarse
del ejército, algunos habían luchado en la Segunda Guerra Mundial y otros había
vuelto hace poco de Corea, así que te criabas a base de alaridos y toques de
corneta.
Las escuelas, desde sus orígenes,
se inventaron para que los niños no estorbaran a sus padres y, en nuestra
época, se les ha añadido la función económica de mantener fuera del mercado
laboral a una juventud no impedida. Pero están tan organizadas que solo los
zopencos más cerriles pueden entrar y salir de ellas sin haber aprendido unas
pocas cosas.
-Prendy no es tan malo, a su modo-
dijo Grimes-, pero no sabe mantener el orden. Por supuesto, ya sabe usted que
gasta peluca. Para un hombre con peluca resulta muy difícil mantener el orden.
Yo tengo una pierna artificial, pero eso es distinto. Los muchachos respetan
esas cosas. Creen que la perdí en la guerra
Del horror a ser profesor: no hay vanidad que se sobreponga a
que a uno le escuchen de forma ininterrumpida. Terminas por creer que tienes
derecho a hablar y que te escuchen pero es que antes habías empezado por
creerte alguien que podía modelar el alma de los otros
Ya sentarás la cabeza, Libros del Asteroide, página 325
Nada me ha parecido
nunca tan desolador como una clase vacía, abandonada por su población de seres
humanos, con cráneos desproporcionadamente grandes y ojos que parecían
engullirte. Cada aula vacía. Con los abrigos colgados todavía de los percheros
y los montoncitos de libros y cuadernos sobre los pupitres garabateados, con
una ventana abierta y la brisa exterior inflando la cortina, hace que los ojos
se me inunden de lágrimas, porque me recuerda un día perdido en el tiempo, cuando
entré, a mediados de las vacaciones de verano, en la escuela en la que
estudiaba y la encontré sola, melancólica y desierta, inmóvil bajo el glaseado
del tiempo como una fotografía de colores borrosos
—Creo firmemente —dijo— que
todo lo malo que me ha sucedido en la vida procede directamente de aquel quinto
curso. Hasta entonces, todo me había salido la mar de bien. No había quien me
detuviese. Tenía fama de listo. Casi siempre me tocaba a mí lavar los cepillos
de borrar la pizarra y vigilar en los comedores, tanto que se comentaba que era
el favorito de la maestra. Llegué entonces a quinto: la señorita Pilchner.
¡Dios mío! Todavía puedo verla; con aquel pelo rizado y corto, ceñido de color
cobre, y con aquella sonrisa amplísima, sesgada y más falsa que Judas que no
engañaba a nadie menor de veinte años. El primer día de clase, va y me
pregunta: «¿Dónde tienes el cuaderno de papel cuadriculado?». Digo: «Prefiero
el papel liso». Entonces va y dice: «En mi clase no hay favoritismos y no
tolero que nadie haga las cosas según su maricaprichosa manera». En aquel punto
y hora comprendí que empezaban los malos tiempos. Desde entonces nada me ha
salido bien, nada en absoluto.
Había aprendido muchas
cosas, podía calcular el volumen en litros de un vaso cilíndrico de 6 cm de
diámetro interior y 8 cm de altura; sabía atarme con doble nudo los cordones de
los zapatos, tal y como me había enseñado Pardeza; era capaz de nombrar los
afluentes del Guadiana (el Cigüela, el Záncara, el Jabalón y el Zújar); jugaba
bien al churro, media manga, mangotero; hacía redondilla con las chapas rojas
de Cinzano y era bastante bueno en fútbol; sabía las capitales de provincia y
en qué época de la prehistoria se inventó la rueda; y en el caso de encontrar a
un ganadero que tuviera pienso suficiente para alimentar a 220 terneras durante
45 días, no me resultaría muy difícil indicarle a dicho ganadero cuántos días
podría alimentar con la misma cantidad de pienso a 450 terneras (si es que
tanto interés tenía en saberlo como nos hacía creer el libro de matemáticas);
había dado en ciencias la fecundación entre óvulos y espermatozoides (aunque no
llegué a entender qué relación tenían esos microbios con los chochos y las
pichas) y sabía a cuántos milibares equivale una atmósfera.
El primer bar estaba al lado del colegio y no era raro
encontrarse a un profesor que —con toda la sabiduría de este mundo— pasaba el
recreo tomando un brandy como quien acuna a un niño.
Las explicaciones del profesor en un aula convencional (ese ‘dictador
retrógrado’, parecen estar sugiriendo los ponentes) deben ser sustituidas por
búsquedas en internet y por vídeos con imágenes, en los que se oye la voz del
profesor explicando la lección (los ejemplos propuestos suelen proceder de las
asignaturas de historia o de geografía).Es decir, si el profesor explica la lección en clase es un dictador
retrógrado, pero si se graba a sí mismo explicando la lección- sobre un conjunto
de imágenes con música cursi- entonces se está comportando como un
guía-acompañante para sus alumnos, que han de encontrar por ellos mismos el
camino hacia el conocimiento
De modo que la escuela secundaria se te antoja como una serie
de contratiempos que te van arrastrando, contra tu voluntad, de un charco de
barro al siguiente, aterrizando cada vez más profundo, más lejos
The remainder
of my schooldays were no more auspicious than the first. Indeed, they were an
endless Project that slowly evolved into a Unit, in which miles of construction
paper and wax crayon were expended by the State of Alabama in its well-meaning
but fruitless efforts to teach me Group Dynamics
A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela
pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara
de mil demonios. Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han
compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los
oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina
escolar y echarse a la calle piando y saltando. La furia insana con que
se lanzan a los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que
suelen causar a algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía
individual que a veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen
bosquejo de los triunfos revolucionarios que en edad menos dichosa han de
celebrar los hombres…
Alex le dijo que estaba leyendo un estudio comparativo de
sistemas educativos del mundo que mostraba que cada sistema se construía en
función de la cultura y la ideología del país, y que éstas estaban también
modeladas e influidas por dicho sistema
Y en medio de todo, en esta vida de completa desconexión,
hace un momento R. nos ha dicho por teléfono que le han quedado tres en la
segunda evaluación. Ha sido una noticia extrañísima. Tres suspensos en un
sobrino, en un vecino, en el hijo de un amigo no tienen ninguna importancia;
ahora, tres suspensos en esta familia son un drama. Jamás había suspendido. Él
mismo estaba desconcertado, aunque debía barruntarlo, porque ésa es de la clase
de catástrofes que, como las avalanchas, se hacen preceder de un gran ruido. Y
habríamos querido estar con él. Y todo lo que encontrábamos hasta ese momento
sabrosísimo se insustanció, y no hacíamos más que pensar en nuestra vieja casa
y en un chico que lo estará pasando mal
—En mis tiempos —dijo el
Sargento— la mitad de los alumnos de primaria andaban por ahí con semejante
número de infecciones en la boca como para diezmar la población de la Rusia
continental y marchitar una cosecha con solo mirarla. Ahora eso ya no pasa, hay
revisiones obligatorias, los dientes que no están mal del todo los rellenan con
hierro y los que sí están mal los extraen con algo parecido a unas tenazas para
cortar alambre.
No estudié en Cambridge, como mis hermanos. Pude hacerlo,
pero no quise. Preferí salir al mundo. Siempre lo he lamentado. Creo que me
podría haber ahorrado muchos errores. Se aprende mucho más rápidamente bajo la
dirección de profesores experimentados. Si no se tiene un guía se malgasta
mucho tiempo errando el camino, para encontrarse luego en un callejón sin
salida.