Era un profesor algo especial,
pues no se interesaba mucho por el grado de aplicación de sus discípulos,
odiaba a los empollones y en los exámenes prefería aprobar a un estudiante
inteligente, aunque no supiera responder a sus preguntas, que a uno que se
supiera todo de memoria pero en el fondo no entendiera nada… Se sentaba en su
cátedra, enorme y corpulento se recostaba sobre si escritorio inclinándose
hacia un lado, cómodo e imperturbable, e interrogaba a veces durante horas
enteras al jurista en ciernes que se examinaba- entre apuros y sudores-, para
sentenciar al final: “No sabe nada del tema, pero parece inteligente”. Miles de
juristas húngaros asistieron a sus clases, y los que lograron comprender su
extraña manera de pensar jamás pudieron librarse de su influencia.
Confesiones de un burgués, Salamandra, pág 120
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