La respuesta nunca variaba.
Silencio. Pero era una especie interesante de silencio, privativo de las clases
de Humanidades de las universidades selectas. No había silencio porque nadie
tuviera nada que decir sino por todo lo contrario. Lo notabas, Howard lo
notaba, en el aula bullían millones de cosas que decir, algunas con tanta
fuerza que parecían brotar de los estudiantes telepáticamente y rebotar en los
muebles. Los chicos miraban con ansia la mesa o la ventana o a Howard; los más
apocados fingían tomar apuntes. Pero ninguno hablaría. Tenían miedo de sus
compañeros, y más aún del propio Howard. En sus primeros tiempos de profesor,
él intentaba, estúpidamente, animarlos a vencer este temor; ahora lo
entusiasmaba. El temor era respeto; el respeto, temor. Si no tienes temor no
tienes nada.
-
¿Nada que decir? ¿Tan exhaustivo he sido? ¿Ni
una sola pregunta?
Un acento inglés cuidadosamente
preservado incrementaba el factor miedo. Howard dejó que el silencio se
prolongara. Se volvió hacia la pizarra y, lentamente, desprendió la fotocopia,
dejando que las mudas preguntas le acribillaran la espalda.
Sobre la belleza, Narrativa Salamandra, pág 175
No hay comentarios:
Publicar un comentario