Había aprendido a no hacer caso al pavor frío, visceral, que me producía la escuela. Era un malestar que no podía atenuarse, como un picor en un miembro amputado
Decía Juan de Mairena en sus momentos de mal humor: «Un pedagogo hubo: se llamaba Herodes».
Había aprendido a no hacer caso al pavor frío, visceral, que me producía la escuela. Era un malestar que no podía atenuarse, como un picor en un miembro amputado
Ningún profesor había preguntado algo así antes; algunos estudiantes se revolvieron en las sillas, nerviosos y complacidos, y otros permanecieron inmóviles planteándose la pregunta. Tras la ventana, el cielo de invierno parecía lejano, remoto. El aula era ahora un sitio importante, y un acontecimiento trascendental tenía lugar sobre los suelos encerados; el olor a tiza y a cuerpos sudorosos insinuaba emociones, promesas
Escribíamos mil veces en el cuaderno de casitgos: Debo ser obediente con mis pdres y con mis maestros
El colegio, Squeers Free, bajo un cielo blanco: el director blando, los profesores desmoralizados con sus chándals de rayón, el pequeño gimnasio destartalado con sus cables trampa y sus bombas trampa, los asesores de estilo de vida (cada niño importa) y los coordinadores de necesidades especiales (que se ocupaban de los «no lectores»). Por si fuera poco, Squeers Free se llevaba la palma en llamadas a la policía, estaba en la cola de los aprobados en secundaria y ostentaba las tasas más altas de absentismo escolar. También se hallaba en cabeza en expulsiones temporales, expulsiones definitivas y expedientes de la Unidad de Remisión de Alumnos; el envío de un alumno a tal unidad solía ser la puerta que conducía más tarde a un Centro de Custodia de Menores, y luego a una Institución para Delincuentes Juveniles
Dar clases de español es parte de las obligaciones de mi beca de doctorado. Tres veces por semana me paro frente a la pizarra y les enseño a unos estudiantes, medio dormidos y que apenas disimulan el pijama bajo polerones enormes con el logo de la universidad- la mía es la primera hora de la mañana-, las diferencias entre ‘ser’ y ‘estar’
- ¿Cómo están?- les pregunto.
- Soy bueno- responden
Una música futura, María José Navia, pág 51
—Hay una cosa que me gusta de Fred Karno —dijo Beesley—. En realidad, la única que se me ocurre si me paro a pensarlo: jamás aprueba a nadie que no crea que se lo merece. Este año, sin ir más lejos, no hemos tenido ninguna matrícula de honor. Hay cuatro notables y un cuarenta y cinco por ciento ha suspendido el primer curso… Así es como hay que tratarlos. Fred es el único profesor que se resiste a toda esta presión exterior y se niega a repartir matrículas de honor al buen tuntún y aprobar a cualquier tuercebotas capaz de escribir su nombre.
Lucky Jim, Kingsley Amis, pág 255
—Tal vez se te pase con algunos análisis sintácticos —dijo con una voz de maestra con la que a menudo se asombraba a sí misma últimamente. A veces le preocupaba que esa voz se impusiera a su personalidad en los años venideros, hasta que no le quedara otra, y fuera la cicatriz que su profesión le hubiera infligido, tan distintiva como un tatuaje.
Dos días antes, en Spanish 230, un alumno llamado Jonathon, cuya madre era mexicana, me había dado un cálido apretón de manos mientras me decía que yo había sido el mejor profesor de español que había tenido en su vida. Yo sabía que no era cierto, pero le devolví el apretón de manos con el mayor entusiasmo, lleno de gratitud, como si Jonathon hubiera dicho la verdad y yo hubiera sido el mejor profesor de español que había tenido en su vida.
–La sociedad está cambiando a pasos agigantados y a nuestros hijos les gustan cosas distintas de las que nos gustaban a nosotros.
–Si quiere que le sea sincera, no creo que se trate de eso.
–¿Ah, no?
–Su hijo no muestra interés, se distrae, se copia de sus compañeros.
–¿Y no se ha planteado que tal vez sea porque no está motivado?
–¿Motivado?
¿Por qué había cedido mi papá, que había estudiado en colegios públicos laicos, y había permitido que a mí me educaran en un colegio privado confesional? Supongo que tuvo que resignarse a eso ante la ineluctable decadencia que hubo en Colombia, hacia los años sesenta y setenta, de la educación pública. Debido a los profesores mal pagos y mal escogidos, agrupados en sindicatos voraces que permitían la mediocridad y alimentaban la pereza intelectual, debido a la falta de apoyo estatal que ya no veía en la instrucción pública la mayor prioridad (pues las élites que gobernaban preferían educar a sus hijos en colegios privados y el pueblo que se las arreglara como mejor pudiera), a causa también de la pérdida del prestigio y el estatus de la profesión docente, y la pauperización y crecimiento desmedido de la población más pobre, por este conjunto de motivos, y muchos otros, la escuela pública y laica entró en un proceso de decadencia del que todavía no se recupera. Por eso mi papá, molesto pero resignado, incapaz de negar la realidad, había dejado que mi mamá, más práctica, se encargara de la elección de colegio, uno femenino para mis hermanas y uno masculino para mí, necesariamente privado, que en el caso de Medellín era también sinónimo de religioso.
La señorita Mackey era la tutora de Malcolm. Durante dos años apareció cada día laborable en el apartamento para darle clase. Al principio le enseñaba francés, finalidad para la que la había contratado Frances. En cuanto completó la tarea, no la despidió, sino que le pidió que se quedara y le enseñase a Malcolm «otras cosas». Ella la preguntó a Frances a qué se refería y esta respondió: «Cosas fascinantes». La señorita Mackey interpretó que podía enseñarle lo que quisiera y eso fue lo que hizo.
Mi pequeño Paucha, Jesús, era muy, muy inteligente. Me sentía orgullosa de él. Palabra de madre. Porque una madre, sabe. Lo sabe todo. No iba presumiendo por ahí porque soy mujer de orgullos secretos, pero siempre lo veía estudiando, haciendo los deberes, llenando páginas y páginas con una letra que me parecía preciosa
Había tenido que dejar su posición privilegiada cuando le resultó evidente que el proceso de evaluar —«poner notas»— a otros seres humanos como él era inherentemente cruel, una extensión intelectual de la crueldad de la «selección natural» de Darwin, la supervivencia del más fuerte, la extinción del débil.
Camino de la fábrica, Lucas paró en la escuela. No entró. Dio la vuelta por el lateral y miró por las ventanas. Vio a Mr. Mulchady con el ceño fruncido ante su mesa, las llamitas de las lámparas bailándole en las lentes. Vio a los demás alumnos encorvados sobre los pupitres. La escuela seguiría igual sin él. Allí, como siempre, estaban los pupitres, la pizarra. Había dos mapas en la pared: el mundo y las estrellas.
—¿Pero te alegras de haber ido a la universidad? ¿Fue una buena experiencia?
—Supongo. Aunque no recuerdo absolutamente nada de lo que aprendí. Excepto el latín y eso es porque las monjas nos lo metían en la cabeza a la fuerza. A menudo me sirve para el crucigrama.
Incluso tomó un desvío de un cuarto de milla para poder contemplar su vieja escuela, St. Barnabus, con sus muros altos, mancillados, de ladrillo, y su patio de asfalto picado. Era un ejercicio valioso de dolorosa nostalgia, y era realmente la razón primera por la que algunas veces aceptaba la invitación permanente de su madre de ir a comer los sábados (nunca los domingos). Era como arañar la costra de una herida; la ves dad era que quería cicatrices, estaría muy mal intentar olvidar, dejarlo todo en blanco
—Ayanna dice que el lunes no llevará a sus hijos a la escuela —susurró Haweeya, y estornudó—. Cuando Omad le ha dicho que ahí están seguros, ella le ha replicado: «¿Seguros en un sitio en el que les dan patadas y puñetazos cuando el profesor no mira?»
Echa un ojo a las listas, a las actas de los alumnos. Ve sus fotos, sus nombres. Recuerda a los padres de algunos. Recuerda sus caras, sus tonos de voz, sus conductas. Las mismas caras que el año pasado. El mismo reparto de roles. El payaso de tercero (es igual que su padre), los abusones del último curso, Vika, la más presumida de todo el instituto (como su madre). Yarik, aún más raro que la suma de lo más raro que pueda encontrarse en su padre y en su madre. Están todos. Todos los años lo mismo, más algún alumno nuevo, los menos.
‘I think there are laws about schooling, but I’m damned if I know what they are. Jim can read and he can write – whatever else does a boy need? The rest just comes with living. Anyway there are things which I can teach him better than any schoolmaster.’
Una vez tuve una novia. No fue una relación larga, pero lo recuerdo como algo intenso. El noviazgo duró una hora, exactamente el tiempo que transcurrió entre el inicio y el final de la clase de ciencias naturales de la escuela. Justo cuando la profesora salió del aula con sus trastos, la chica se me acercó para decirme que había cambiado de opinión y que ponía fin a lo nuestro. No puedo decir que no acusara el golpe, pero creo que, aun así, aquello me compensó. Fue solo una hora, pero sesenta minutos de esperanza no es poca cosa
Ya me doy cuenta de que los profesores a veces dicen tonterías, que no saben tanto, aunque su intención sea buena y nos traten con cariño y esmero. La información a menudo es arbitraria y confusa, nada fiable. Hago todo lo que ellos piden porque creo que la única forma exitosa de escapar es desde dentro. No parecen muy preparados y es fácil seguir las instrucciones, aprender a complacer sus manías.
Vozdevieja, Blackie Books, pág 138